Eran las siete de la mañana, antes del desayuno, “mejor con el estómago vacio”, en una parte trasera del Orfanato de Santa Rosalía en Teiá Barcelona. Más de cuatro docenas de niños formados en filas permaneciamos mirando una sábana colgada de una cuerda. No era la Sábana Santa, por degracia, era la sábana de un compañero que se había orinado durante la noche.
La monja de la orden Franciscana, con su cofia, velo negro, el velo oscuro, el velo de la profesión, o velo de la consagración y cara irritada y desafiante nos explicaba que orinarse, era debido; a indolencia, ociosidad y pereza, era una falta grave. Era una situación para aquella religiosa molesta y embarazosa. Yo solo tenía cinco años. Los demás ni lo recuerdo ya que solo podíamos estar en el orfanato hasta los doce años.
Acto seguido hacía subir hasta la sabana al responsable de tamaña tropelía y era azotado en la espalda.
Las lagrimas, caían de nuestros ojos, otro miraban hacia otra parte, otros simplemente aguantaban el suplicio con cara de temor.
La primera lección de la mañana, luego ibamos a rezar. No creo que Dios tuviera mucho interés en nuestras oraciones. Para muchos de los que estuvimos allí hasta los doce años, fuimos siempre pasto de las de las caras irritadas, del odio y recor, hacía los niños, eramos en fin un dolor de cabeza para ellas unas religiosas, que no conocían el amor. Ni amaban a Cristo.
Yo de niño me peguntaba dónde está Dios, uno de mis compañeros algo mayor y el empollón de la clase me espetó en la cara. Dios a muerto.
Ese es mi recuerdo, desde entonces he persegudo con ahinco la sonrisa de cualquier niño. Ya que yo en mi niñez carecí de esa sonrisa.
El niño al que estaban azotando era mi hermano.